El guardián entre el centeno” es la novela de J.D. Salinger, por excelencia. Publicada en 1951 convirtió la adolescencia en pura controversia. En Estados Unidos marcó un antes y un después por su lenguaje sin tapujos y por atreverse a decir todo aquello que la sociedad pensaba pero era incapaz de aceptar.
Podemos entenderla perfectamente como una fábula para adultos. En realidad no trata la adolescencia como tal, sino las cloacas de nuestra sociedad y sobre todo en cómo hemos convertido nuestra alma en un corrupto y hediondo sumidero.
La obra ofrece mil lecturas, pero la más compleja y alucinante es que la infancia y sobre todo la inocencia, es la única herramienta que puede salvar al ser humano de la autodestrucción. Si toda la obra es una apología de la rebelión, bien conjeturada y expresada con la magia del genio, la clave nos la ofrece el final, en manos de otro personaje. Phoebe, su hermana pequeña, que es al fin y al cabo, la clave de la obra. Si el principito creciera alguna vez, debería jurarse amor eterno con esta Phoebe, que es ni más ni menos, el colmo de la inteligencia, la bondad, la templanza y el amor verdadero.
Es una historia con moraleja. Ofrece uno de esos finales, que esperamos ansiosos desde la primera página. ¿Quién no se preguntaría cómo puede acabar un personaje como este Holden, La trama es exquisita y sus páginas te obligan continuamente a no parar de leer.
El personaje de Coulfield me hace pensar inevitablemente en Alexander Supertramp y en la novela basada en hechos reales “Hacia rutas salvajes” (1996), de Jon Krakauer. Aunque en este caso hablamos de una historia real y no una ficción. Holden Coulfield es sin duda el Chistopher McCandless de la literatura, con sus diferencias palpables sobre todo en relación al sexo.